jueves, 8 de diciembre de 2016

Partículas de ceniza

              Como profesional de la psiquiatría aquel caso no le parecía un cuadro típico de amnesia. Eran lógicas las contradicciones en las que incurría la paciente respecto a aquellos recuerdos recuperados. Lo que no era tan lógico era que pareciera estar burlándose del pasado, fabricando falsas vivencias, renegando tozudamente hasta de su propio nombre. Eso sí que no tenía una explicación clínicamente válida.

             Hilando informaciones en prensa sobre el accidente y con la ayuda providencial de un viejo amigo muy cercano al entorno de la víctima, decidió realizar algunas pesquisas por su cuenta.

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              El sargento de la comandancia ha tenido que doblar su turno de guardia esta noche. Los robos en fincas, que este verano están siendo una verdadera plaga, no dan tregua a los dispositivos de vigilancia. Las llamadas y las denuncias son constantes y la escasez de efectivos obliga a suspender algunos descansos. Tras uno de estos servicios, el sargento se dispone a volver al cuartel cuando recibe un nuevo aviso. Un agricultor de la zona ha presenciado un accidente de tráfico, al parecer de muy graves consecuencias. Sacude el hombro de su compañero, profundamente dormido. En cuestión de minutos llegan al lugar del suceso.

          Meses después, tras interrogar al sargento, el juez medita seriamente la decisión de sobreseer el caso, a pesar de las innumerables circunstancias que permanecen aun sin aclarar. Todo ocurrió muy rápido: el golpe, la sangre, el dolor y el miedo, las sirenas de las ambulancias y el traslado. La situación, más bien dantesca, no ha permitido una observancia escrupulosa del protocolo de actuación. El sargento no es capaz de recordar el momento exacto en que los bomberos le entregaron las pertenencias de la fallecida y aunque esté haciendo un ejercicio de franqueza que le podría perjudicar, responde afirmativamente a la pregunta claramente especulativa, sobre la posibilidad de que en la ambulancia se trocasen algunas de las pertenencias de las dos mujeres. Además, sin reconocerse a sí mismo un sesgo corporativista, el juez renuncia a preguntarse si su colega pudo incurrir en alguna posible negligencia a la hora de ordenar el levantamiento del cadáver.

          Sobre todo, en la decisión que finalmente adopta, influye decisivamente la voluntad de los familiares, quienes, inmersos en un dolor inconcebible e inesperado, los unos, e instalados en el alborozo de la resurrección, los otros, han coincidido en considerar todo lo ocurrido, un enfático error, una enreversada burla del destino.

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                Abro la puerta del armario como cada mañana y elijo un vestido largo, holgado de hombros y con un talle discreto. Me acerco al espejo, me lo pruebo sobrepuesto, pero no me gusta mi aspecto. Vuelvo a guardarlo. Tras una nueva búsqueda opto finalmente por una blusa y un pantalón vaquero, algo más apropiado para soportar la áspera textura de un pijama de hospital o cualquier indumentaria que me proporcionen a fin de hacerme pasar por una paciente más. Roberto ha quedado en recogerme a las siete en punto en el portal de casa y no quiero hacerle esperar. Cuando estoy a punto de salir, alguna inexplicable compulsión me lleva a abrir el cajón de la mesita de noche y a extraer de él aquel reloj blanco de pulsera que no le había visto puesto antes y que su madre se empeñó en regalarme tras recibirlo junto al resto de sus pertenencias. Después de haberlo ignorado, por alguna razón desconocida, siento la necesidad de llevarlo puesto este día.

              Por el camino apenas nos dirigimos unas palabras. Al fin y al cabo, en estos días hemos repasado hasta la extenuación el plan de actuación, coordinado con la persona de contacto en el hospital, el facultativo que transmitió a Roberto sus sospechas. Es natural que el desasosiego aumente a medida que nos vamos acercando. En la oscuridad, que todavía inunda los márgenes de la carretera, cierro los ojos y únicamente me esfuerzo en la imagen que de ella tengo más reciente, la del sueño fundido en la vigilia de esta larga y angustiosa noche; la del sueño donde, curiosamente, también aparece, como un flash centelleante, este reloj blanco de pulsera.

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            Cierra con llave la puerta de la consulta y ambos se dirigen a toda prisa al área de Rehabilitación. Con pleno dominio del terreno que pisa, conduce a Roberto por un atajo que evita la salida al exterior. Avanzan a través de un pasillo solitario, bajan unas escaleras y tras abrir una puerta de seguridad acceden directamente al lugar donde la chica espera nerviosa. Roberto se sienta junto a ella, en la silla que queda libre, con una visión plena del espacio donde se va a producir aquel encuentro insólito. Tal como habían convenido, él queda situado de pié, en una posición estratégica junto a la salida del gimnasio, simulando inspeccionar los papeles que lleva en la mano.

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           Durante la larga vigilia de esta noche pasada, la única imagen que de ella he podido recordar con nitidez ha sido la del día de nuestra primera comunión, cuando por primera vez percibí en ella ese natural resplandor que la distinguía, a pesar de la leve redondez de su nariz, de su frente amplia y de su contundente forma de niña algo entrada en carnes, que inadvertidamente el tiempo ha ido perfilando, de ese cabello rubio y desordenado que aquel día se empeñaba obstinadamente en mantener al descubierto, sin ningún tipo de velo y sobre todo unos ojos ausentes y una sonrisa desdeñosa, suspendida en una misteriosa nube de incertidumbres.

          A pesar de su carácter autodestructivo yo fuí siempre la sombra que la acompañó, en todas las batallas, en sus competiciones de naturaleza suicida, contra sí misma. Yo la acompañaba siempre sin saber la razón, si acaso presentirla. Tal vez para que no resultara herida, quizás con el único afán de rociar alguna tibia expresión de disculpa sobre los arañazos infringidos a quienes de buena fe se acercaban a ella. La acompañaba siempre, salvo cuando se alejaba irremediablemente bajo la penumbra de la soledad en prolongados periodos de congoja.

            Sin embargo, no pude acompañarla aquella mañana en que me llamó para hacerme cómplice de su extraño plan de fuga. Traté de disuadirla de cerrar sin previo aviso las puerta de la farmacia propiedad de sus padres, coger las llaves del apartamento de la playa y escapar sin que nadie nos persiguiera, con el hostigamiento de las urgencias y las horas, para calcinar ese largo fin de semana.

       Días después, a la salida del tanatorio, aquella especie de burla que su vida simbolizaba permanecería insospechadamente oculta en aquella urna de zinc, depósito de cenizas, atenazada entre las manos de su madre.

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           En este momento en que se abren de par en par las puertas del gimnasio, se dejan oír las animadas estridencias de una voz femenina, aparece un paciente en una silla de ruedas y tras él, arrastrándola, una enfermera, enjuta y parlanchina. A éstos les siguen otras dos personas, probablemente dos pacientes externos por sus ropas de calle que intercambian y rivalizan cordialmente por sus respectivas dolencias. Tras un breve lapso de tiempo, sale otro enfermero transportando una camilla vacía e inmediatamente después, los gestos disimulados de nuestro cómplice llaman la atención de ambos sobre dos personas que en este momento traspasan el umbral del gimnasio. Las palmas de la mano de una mujer madura sirven de base, de sustento, del codo de otra mujer, más joven y que presiona lo suficiente como para facilitarse cada avance, cada uno de los pocos pasos necesarios hasta llegar al punto donde se encuentran con la enfermera, que apresuradamente vuelve con la silla de ruedas para recogerla después de haber dejado al paciente anterior.

              La mujer mayor masajea sus hombros con infinita ternura, mientras habla con el doctor y sus dedos a veces rozan los escasos centímetros de su rostro libres de heridas. Compruebo enseguida que no necesito hacer grandes esfuerzos por ocultarme, no solo porque un parche en el ojo izquierdo limite su campo de visión hacia el lado donde me encuentro, sino también porque tras una poco trabajada respuesta al saludo del doctor, su mirada permanece ausente, apuntando hacia una gigantesca cristalera tras la que puede verse un sombrío patio interior. Llevada por esta supuesta ventaja, tengo la osadía de levantarme y acercarme a ella, situándome en una posición más frontal. Luego me acerco más y me atrevo a observarla sin miedo a ser descubierta.

           Tiene el pelo recogido, cubierto con tocado, aunque en el nacimiento de la frente descubro señales de alguna quemadura leve que ya estará comenzando a desdibujarse. Una aparatosa hinchazón le tiñe los labios de un morado cada vez más tenue y esparcido. Diversas heridas dibujan en su cara una especie de enjambre multicolor. Cuando ya más confiada termino por bajar la guardia, el azul océano de su único ojo al descubierto se dirige súbitamente a mi y me quedo paralizada. Imprudentemente estoy renunciando a defender mi anonimato.

          Pero ese gesto tan sólo trasluce una mirada indiferente, una sonrisa desdeñosa, que fuerza el dolor en la expresión de su rostro. Inducida probablemente por una molestia ocasional, extiende el brazo, dirigiendo el puño hacia el techo, abriendo y cerrando la palma de la mano, estirando cada uno de sus dedos, manifestando la tensión, exhibiendo el poderío de un antebrazo robusto. Este gesto no sólo me devuelve ciertos recuerdos, ciertos episodios de luchas desiguales e imprescindibles, libradas en el pasado, sino que me obliga ahora, instintivamente, a bajar la vista hacia el reloj que tengo atado a la muñeca, estrecha y frágil.


          Levanto de nuevo la cabeza y esa duda ya disipada me transporta sin embargo dentro de una nube de cenizas, aquellas que volaron un día por un paisaje desacostumbrado, esparcidas por unas manos ignorantes de una resurrección futura. Y me compadezo, hasta la lágrima, de esas manos marchitas que no sospechan estar acariciando el rostro ajeno e impostor de una completa desconocida.

martes, 11 de octubre de 2016

¡Hola escritoras y escritores!
Después de mucho tiempo, volvemos a encontrarnos por la Red de redes.
Hoy, os dejamos un enlace con ideas para la creación del personaje.
Está sacado del blog Tinta al sol, de Yolanda González Mesa.
Esperamos que os sea de ayuda.
¡A crear!



miércoles, 31 de agosto de 2016

Recaída

Lo he vuelto a hacer.
Después de no sé cuánto tiempo oyendo con envidia cómo otras y otros lo hacían.
Después de meses sin acercarme a ellos por dejadez, apatía e incluso culpabilidad, ha ocurrido.
Este mes que he pasado enferma, en casa, viendo pasar las horas muertas me ha llevado a ello.
Comenzó como un murmullo, que acallaba con infantiles razones. Pero el susurro se fue convirtiendo en clamor a medida que pasaban los días de encierro obligado y una necesidad casi dolorosa me condujo a esto.
Con cierto escepticismo empecé, casi convencida de que sería como siempre: no podría.
Pero la realidad ha sido bien distinta.
Lo he hecho.
Ha vuelto a ocurrir.
He devorado un libro.

martes, 30 de agosto de 2016

Según sus reglas

Blanca se desnuda frente al espejo con los ojos cerrados. Mientras lo hace, se promete a si misma que no juzgará ni censurará ni una sola parte de su cuerpo.
Lentamente, con vergüenza, despega los párpados y observa su reflejo. De frente, de perfil, de espaldas. Por primera vez en mucho tiempo le gusta lo que ve.
Sus curvas están cambiando de lugar: pierde paulatinamente la que daba forma a su cintura y sus caderas, para ganar una en su vientre que, de manera casi imperceptible para los demás, va abultándose.
Acaricia la incipiente barriga con su mano y sonríe con una mezcla de ilusión, timidez y miedo en su mirada. Espera un inesperado tercer hijo. O hija, aún no sabe.
Recuerda la visita al ginecólogo unos días antes. La fuerza de un minúsculo corazón sonando en el ecógrafo. Su hijo, su hija, apenas una mancha en blanco y negro, vive dentro de ella.
Se emociona al pensar cómo algo tan pequeño, una mancha gris en un monitor, vuelve a cambiar su vida, a controlar su cuerpo, sus emociones, su alimentación, sus costumbres. Una pequeña mancha gris que hasta que no pasen unos meses no tendrá color, ni cara, ni nombre pero que ya exige, que ya reclama que pare, que duerma, que descanse y se alimente según sus reglas y necesidades. Que ya pide que la cuide y la proteja.
Blanca vuelve a sonreír a su cuerpo desnudo, a su aún poco abultado vientre sin sexo y sin nombre.
Se gusta, se quiere, y sabe que, al menos durante unos meses, verse en el espejo le provocará una tierna sonrisa.